miércoles, 4 de enero de 2017

Les presento el Gólgota cinematográfico

Ayer fui a ver la última de Mel Gibson y salí deseando que de verdad fuera la última que le dejan rodar. Siendo honesto, no esperaba gran cosa, pero me forcé a darle un voto de confianza al artífice de "Braveheart", película que guardo con gran cariño en la memoria, y "Apocalypto", más que pasable historia de indígenas americanos matando otros indígenas americanos.

Si has visto la película, aquí tienes mis reflexiones y te animo a que compartas las tuyas; si no, puedes no seguir leyendo, o leer y agradecerme por ahorrarte las dos interminables horas que la cinta te roba.


Comencemos por lo básico, el primer acto, en el que Gibson ya ha tenido tiempo de herir de muerte la película nada más empezar. Puede que el espectador haya investigado un poco sobre la historia de Desmond Doss antes de ir al cine; para el resto de ignorantes como yo, el comienzo nos revienta el resto de la trama: vemos cómo nuestro protagonista, herido en una pierna, es evacuado en camilla del terreno de batalla. Esto, de por sí solo, no tiene por qué suponer nada malo, pero aquí es un flagrante error de cálculo por parte de Gibson y sus guionistas. En una contienda armada muere gente, claro, pero ya sabemos que nuestro protagonista será evacuado a tiempo; es decir, al menos hasta que llega ese momento, el espectador tiene la certeza que no le ocurrirá nada. La consecuencia es que asistimos a todas sus escenas de batalla sin la menor preocupación por él.

Éste es un juego de expectativas que, bien utilizado, sirve para redefinir una historia. Lars Von Trier comenzó su película "Melancholia", que narra las últimas horas de una familia antes del fin del mundo, mostrándonos el desenlace: la destrucción de la Tierra. La intriga ya no existe, por lo que el espectador presta mucha más atención a la historia que subyace. Mel Gibson no es Von Trier, a la vista queda. Como curiosidad, existe además una perversa analogía entre ambos: uno fue repudiado de Hollywood durante años por realizar comentarios antisemitas mientras que el otro fue expulsado de Cannes por realizar bromas sobre el nazismo. La diferencia es que Von Trier decidió tomárselo con humor.


No nos desviemos. Primer acto, decía. Tenemos una familia americana de clase media con todos los clichés que eso conlleva: un padre alcohólico que fue héroe de guerra y paga toda su rabia maltratando a su familia, una madre santurrona que aguanta el maltrato y dos hijos un poco idiotas. Familia tan típicamente disfuncional como el resto de familias americanas, cuya presentación ocupa los 20 primeros minutos de la cinta.

Mientras aún son infantes y ante la etílica mirada de su padre, Desmond riñe con su hermano y, mucho ojo a la criatura, le arrea con un ladrillo en toda la cara, dejándolo inconsciente. Después de esto, experimenta una epifanía nada sutil sobre Caín y Abel... y hasta aquí el rol del hermano, al que hacen desaparecer después y del que no se vuelve a saber nada. Lo importante es que, a partir de este momento, el pobre Desmond no deja de sufrir epifanías religiosas a lo largo de la película, y Gibson, que todos sabemos de sus filias judeocristianas, se empeña en que el espectador las sufra con él.

Pasamos entonces a la madurez de Desmond, cuando conoce a la chica de la que se enamora (cruce de miradas a cámara lenta y música Disney incluida) y la película coquetea peligrosamente con "Pearl Harbor", despropósito dirigido por Michael Bay. Cuando el nivel de azúcar empieza a ser dañino para la salud del espectador, entramos en otro segmento aún más bochornoso de la cinta: su adiestramiento como soldado. ¿Recordáis la famosa escena de "La chaqueta metálica" en la que Kubrick nos presentaba al Sargento de artillería Hartman, quien arrebata uno a uno la identidad de sus reclutas asignándoles motes humillantes? Pues cambiad al sargento Hartman por el buenazo de Vince Vaughn e imaginad el resto. Hasta nuestro protagonista se parte de risa en su cara, como hiciese el recluta Patoso, pero Mel Gibson no es tan valiente como para ponerlo de rodillas mientras se estrangula con la mano de su superior.

Aquí tenéis a Desmond riéndose en la puta cara de su sargento sin disimulo alguno.

Ahora viene la parte chunga, cuando el protagonista dice que no coge un fusil y alega ser objetor de conciencia, sin molestarse Mel Gibson en explicar el porqué ya que estaba demasiado ocupado contándonos la romántica historia de amor con su futura parienta. El espectador supone que sus inquietudes medicinales le impiden quitar vidas, pero, más adelante, un oportuno flashback nos revela que no, que es debido a que una vez apuntó a su padre con una pistola por abusar de su madre. Como se asustó mucho, se prometió no empuñar un arma el resto de su vida. O algo así. Yo qué sé.

El problema aquí es la premisa, la cual es clave para entender el desencadenante del conflicto. A la hora de plantear un guion tenemos dos opciones:

1. Sugerir una premisa y explicarla: Una vez justificada, contar el resto de la trama.
2. Sugerir una premisa y no explicarla: Suspendo mi incredulidad y dejo que la imaginación haga el resto.

Lo que nunca se debe hacer al mostrar una premisa es explicarla mal y a trozos, en este caso con flashback mediante, recurso que siempre he considerado la señal más evidente de que algo no termina de funcionar en tu guion. ¿Es Desmond objetor de conciencia porque le va la medicina, por sus convicciones religiosas, por su traumático pasado con su padre o todo a la vez? La justificación de la premisa va resonando pero nunca termina de ser concluyente ni de convencer al espectador. Tomad como ejemplo "Braveheart": William Wallace es testigo, al comenzar la película, de cómo el señor feudal de su aldea ejerce el derecho de pernada sobre la mujer de un vecino suyo. Él es consciente de la injusticia y, sin embargo, no mueve un dedo. Es más adelante, cuando su propia esposa es asesinada por negarse a copular con el señor feudal, que William descarga toda su ira e inicia una rebelión contra los ingleses. La premisa (la insurrección escocesa) está bien justificada, no así en "Hasta el último hombre".

Lo que sigue ahora es una serie de desafíos que ponen a prueba a Desmond: un compañero le provoca para pelear, su pelotón desconfía de él por considerarlo inútil en batalla desarmado y hasta su coronel le amenaza con meterlo en prisión si no se declara culpable de desobediencia. Todo esto está aquí con un único propósito: mostrarnos la determinación del protagonista. Sin embargo, estas escenas se me antojan prescindibles y repetitivas, ya que la entereza de Desmond se nos muestra más tarde y sin mesura en el campo de batalla.


Llegamos por fin al ecuador de la película y también al terreno en el que Mel Gibson, que ha cimentado una carrera a base de descuartizar secundarios, se siente más cómodo. La batalla de Hacksaw Ridge, donde Desmond tendrá que demostrar su valía, comienza con el pelotón subiendo por el acantilado y encontrándose un revoltijo de tripas, miembros seccionados y cuerpos calcinados que, pasados unos minutos, generan poco más que incomodidad. La razón es que, siendo conscientes de la inmunidad de Desmond al menos hasta que sea herido en una pierna, todas esas vísceras no representan un peligro real para nuestro protagonista. Algunos de sus compañeros mueren, sí, pero sabemos que él no lo hará. ¿Cómo soluciona Mel esta falta de tensión? Metiendo una serie de sustos a traición para espabilar al espectador, además de un indigesto sueño de Desmond en el que lo ensartan los japoneses. La película comienza a convertirse en una caricatura de sí misma justo cuando tendría que ponerse seria.

Tras media hora más de frenética acción, los japoneses repelen el ataque americano y los fuerzan a la retirada. ¿A todos? No, un irreductible médico llamado Desmond permanece en el campo de batalla y, tras su enésima epifanía cristiana, se transforma en el superhombre que el espectador lleva toda la película esperando ver. Planos del héroe, más cámara lenta y música épica lo acompañan mientras, uno a uno, recupera los heridos que se va encontrando y los pone a salvo en la retaguardia.

El capitán de su pelotón, que permanece en el hospital de heridos, advierte muy suspicaz que un montón de hombres comienzan a llegar procedentes del campo de batalla y decide preguntarle a uno de ellos cómo ha logrado salvarse. Éste responde el nombre de Desmond. Cariacontecido, un recluta se le acerca por detrás y le susurra al oído: "Desmond, el cobarde", en clara alusión a todo el puteo que le hicieron tragar durante su adiestramiento. Qué ironía. Las cosas de la vida. La escena acaba aquí, pero os cuento en primicia cómo continúa la conversación:

-¿Ha visto, capitán? A ver si nos hemos equivocado con el chaval.
-Sí, recluta.
-Pero ¿no ve usted la ironía? ¿No se siente usted un poquitín capullo?
-De acuerdo, recluta, lo he entendido.
-Me parece que va a tener usted que pedirle disculpas.
-Recluta, se está usted jugando una noche en el calabozo.
-Yo sólo digo que la moraleja aquí habla por sí sola... pero, por si acaso, la explico, no vaya a ser que el espectador sea un lelo y no la termine de coger.

Total, que tras más alegorías cristianas (bautizo redentor y manos ulceradas del esfuerzo, dándonos a entender que Desmond ha transmutado en el mismísimo Jesucristo), el capitán le pide disculpas y le suplica volver al día siguiente al terreno de batalla. Llegado el nuevo día y en señal de respeto, todo su pelotón retrasa el ataque unos minutos para darle a nuestro protagonista la oportunidad de rezar. El coronel, que parece ser el único con un poco de sentido común, llama por el teléfono de campaña y pregunta que si se han vuelto todos gilipollas, que por qué no atacan; pero lo que él no sabe es que están esperando a que el puto mesías reencarnado termine de rezar.

Con esta cara de intensidad miran todos a Desmond mientras le cuenta a Dios cómo ha ido la mañana.

Llegados a este punto, el espectador puede pensar que el cúmulo de despropósitos ya es considerable, pero no, aún queda uno más. Tras lanzarse envalentonados contra los japos (a los cuales esta película les debe haber encantado), consiguen finalmente su rendición. Un grupete de amarillos sale del búnker, bandera blanca en alto, sólo para tener la oportunidad de lanzar una granada a bocajarro. No contaban con el omnipresente Desmond, que aquí se quita el disfraz de hombre para convertirse en leyenda y palmea al vuelo la granada dirigida a su capitán, porque lo que no sabíamos es que además es un formidable jugador de pelota vasca.

No es broma, esto sucede de verdad.

Lamentablemente, nuestro protagonista es herido de metralla en la pierna, cerrando el círculo. Una vez evacuado, parece que a Mel se le acabó el presupuesto, por lo que para el desenlace decidió reutilizar imágenes de un documental ya rodado sobre la vida de Desmond Doss. Paradójicamente, estos últimos y cutres minutos resultan ser los más interesantes de toda la película. Fin.

La cinta es un inmejorable ejemplo de cómo contar mal una buena historia, deformándola hasta el punto de que el propio Desmond Doss, si siguiera vivo, probablemente ni se reconocería en ella. Cuando se va a narrar una historia basada en hechos reales, moda tan extendida hoy en día, el objetivo es hacer verosímil lo que ya de por sí es bastante increíble, no exagerar los hechos hasta la caricatura para buscar la respuesta fácil del espectador. A pesar de esto, echemos un vistazo a la recepción:

Filmaffinity: 7,5/10
Sensacine: 4,1/5
IMDB: 8,5/10
Rotten Tomatoes: 86% la crítica profesional, 93% la audiencia.

Arturo Pérez-Reverte aplaudió el sangriento delirio que es la cinta moqueando lagrimoso su gran olfato cinematográfico:


Y me pregunto yo: ¿estamos ante la inevitable decadencia del criterio fílmico? ¿Hemos sido finalmente abducidos por la pirotecnia del engranaje industrial, tal y como María Ripoll tanto desea? ¿Merece la pena buscar soluciones o buscar culpables? ¿El problema es también mío por ser un cínico incorregible? No lo sé. Ya no sé nada.

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